El centre

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El lenguaje de los árboles

Érase una vez un niño cuyo abuelo le enseñó el lenguaje de los árboles. Se lo fue descrifrando en los paseos de aquellas tardes de verano alrededor de su casa del bosque. El niño quería ser pájaro y volar, pero el abuelo insistía una y otra vez. Decía que si volaba muy alto se perdería las maravillas del bosque, las que suceden a los pies de los árboles, en sus hojas y en sus ramas. Por eso le llevaba de paseo por el bosque. Y con cada tesoro que le mostraba, el niño se quedaba prendado y su corazón se llenaba de silencio.





Y sólo entonces escuchaba los susurros de los árboles. Era el lenguaje de los árboles del que siempre hablaba el abuelo. Aunque no lograba entender lo que decían. Su abuelo decía que había árboles, los más sabios, los más ancianos, que llegaban al cielo. Era algo mágico. Por un instante se entrelazaban con las nubes y jugaban a acariciarse. Y en ese juego de caricias entre la esponjosidad de cada nube y las hojas pequeñitas, las de las ramas más altas de los árboles ancianos, las nubes les traían cartas del cielo. Y cuando las nubes marchaban, los árboles atesoraban cada letra, cada legado a la espera de que su destinatario viniera a escucharles. Pero ésa era la parte más triste de la historia del abuelo: que la mayoría de los destinatarios de esas cartas nunca venían a buscarlas. Y los árboles envejecían, llenos de historias, de susurros. Aprovechaban los atardeceres para dejar ir algunos mensajes con la brisa, o les contaban una pequeñita parte a los animales del bosque, por si pudieran ser sus emisarios. Pero casi ningún humano se acercaba a los pumas, a los zorros o a los búhos. A los perros y a los gatos sí, pero no a los animales del bosque. Pero el abuelo sí lo hacía. Y desde que el niño nació, le llevaba con él. Al principio subido en sus hombros. Luego ya, cuando pudo, caminando juntos. Llegaban hasta una piedra en medio de un claro en el bosque. Y ahí se sentaban a silenciar sus corazones desbocados y poder escuchar las historias de los árboles. Y aquellas historias hablaban de lugares lejanos, de corazones tranquilos y de amores luminosos. Pero sobre todo estaban llenas de palabras no dichas, de esas que las personas no dijeron por miedo, o por no escuchar, o por no darse el tiempo o… El abuelo decía que cuando estás en paz, ya no necesitas las palabras. Por eso el cielo es tan silencioso. Pero mientras tanto, hasta que llegas ahí, las palabras guardan el amor y el miedo, el dolor y la esperanza…guardan todo lo valioso que hay en las personas. Y las personas necesitan decirlas, y sobre todo escucharlas. Por eso los árboles siguen conservándolas. Porque los que están arriba en las estrellas mandan mensajes. Y porque los que están abajo lloran sus ausencias con palabras y lágrimas. Y de vez en cuando, en alguno de esos momentos mágicos en que los que viven en la tierra callan, los que están en el cielo hablan a través de los árboles. Pero el niño nunca pudo llegar a percibir las palabras en los susurros de los árboles, sólo escuchaba un extraño y bello susurro. Y con el tiempo, conforme crecía, pensó que su abuelo se lo inventaba todo. Ninguno de sus amigos sabía nada del lenguaje de los árboles, y en realidad muy pocos iban a pasear al bosque con sus abuelos. Pero a él le gustaba. Y le quería. Así que decidió que no importaba que aquellas historias sobre los árboles fueran reales o no, sólo que fueran de su abuelo. Hasta el día en que él murió. Una mañana luminosa de otoño su madre le despertó y le dijo que el abuelo se había quedado dormido y no se había despertado. Y el mundo del niño se paró. A partir de ahí todo fue difuso. La gente, las palabras, el entierro, las lágrimas de mamá…todo. Él ya no escuchaba nada, ni siquiera el latir de su corazón alado. Todo parecía detenido, sin vida y sin sentido. Le enterraron en el cementerio del pueblo de los veranos, junto a la abuela, a quien el niño no había conocido pero a la que el abuelo había añorado durante tantos años. Y el niño hizo lo único que sabía hacer en aquel pueblo, lo único que tenía sentido para él: fue al bosque. A su piedra en el claro del bosque. Y se sentó. Y entonces ocurrió. Empezó a escuchar palabras tras la brisa entre los árboles y el ulular del búho. Incluso le pareció ver un zorro a lo lejos. Pensó que aquello era imposible. Pero no lo era, ya no eran susurros sin sentido, eran frases. Frases que sólo el abuelo hubiera podido decir. “No quieras volar tan rápido, mira el bosque, siente la hierba, escucha a los árboles”. Y ahí lo comprendió. Ahora entendía las palabras porque estaban dirigidas a él. El abuelo le había escrito una carta para él. El abuelo y la abuela, juntos. Y entonces aprendió de una vez para siempre el lenguaje de los árboles, el que sólo los que tienen el corazón dividido, mitad en el cielo, mitad en la tierra pueden escuchar. Sobre todo si son niños o niñas, más dispuestos a creer en la magia del amor que los mayores. Ese amor que enlaza las nubes con las hojas de los árboles y llena los silencios de significado. Y el niño supo que ese lenguaje estaría siempre para contestarle cuando preguntara, cuando tuviera miedo, cuando se sintiera solo o cuando fuera feliz. Con la única condición de callar lo suficiente, amar profundamente, y no volar demasiado. Y supo también que a partir de ese día traería a su mamá a aquél rincón del bosque cada verano, para escuchar juntos a los abuelos. -

Pepa Horno